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Alemania, de una crisis profunda a una potencia mundial

La Segunda Guerra Mundial dejó a Alemania literalmente hecha ciscos. Tras los bombardeos aliados, la mayoría de las ciudades quedaron reducidas a eso, esquirlas de carbón. Además, un alto porcentaje de las fuerzas laborales había desaparecido con los violentos delirios de grandeza del Tercer Reich.

No había para comer. La industria se había desplomado con el hundimiento del régimen nazi. El comercio también se encontraba bajo mínimos. Como la moneda valía cada vez menos, muchas transacciones se hacían por trueque. Los mil años de gloria prometidos por el Führer se habían convertido en siglos de atraso.

“El sistema económico”, escribió un testigo, se había degradado en la posguerra hasta “una condición primitiva”. Otro observador se refería a “las figuras grises, hambrientas, cadavéricas, vagando por las calles en su búsqueda infinita de alimento”. Y un destacado político local se lamentaba por los “600.000 niños” que vivían “en establecimientos públicos y otros 500.000” que debían “ser atendidos con fondos del Estado”.

Esto en una nación sin recursos y ocupada por cuatro potencias –EE.UU., Reino Unido, Francia y la Unión Soviética– que al principio aplicaron un programa de castigo por las atrocidades cometidas en la contienda. Aquel político local se llamaba Konrad Adenauer.

Junto con un economista de ideas liberales y el apoyo de Occidente, iba a obrar un auténtico prodigio a lo largo de la década siguiente en la parte oeste del país. Una recuperación tan rápida, sólida y eficaz que el mundo entero hablaría del “milagro” alemán.

Bajo el yugo aliado

La crisis de la posguerra estaba tocando fondo en 1948. Moscú, mientras tanto, estaba sovietizando de un modo visible su porción germana. Occidente tendría que aprovechar la suya para montar un dique capitalista contra el otro bloque. De ahí el cambio súbito de política en la trizona de EE.UU., Reino Unido y Francia.

Comenzaba a manifestarse la Guerra Fría y, tras dos años de ocupación hostil, convenía atraer a los alemanes a la causa democrática. Dejar de lado la penitencia y pasar a la reconstrucción. Una iniciativa importante fue la inclusión del país en el Plan Marshall para la restauración europea.

Sin embargo, los 1.400 millones de dólares (casi 5.000 millones de euros actuales) recibidos de EE.UU. representaron un simple gesto de buena voluntad, apenas el 5% de los ingresos germanos. La auténtica piedra de toque en el futuro “milagro” serían tres medidas inspiradas y respaldadas por Occidente, pero concebidas y aplicadas por un alemán.

Domingo, día D

Su nombre era Ludwig Erhard. Un economista de tendencia liberal que, con la venia de las autoridades aliadas, revolucionó la trizona al implantar una nueva moneda en tan solo 48 horas. Se trataba del marco alemán, diez veces más caro que el viejo reichsmark, pero también más potente en la misma proporción.

Aunque la población vio desaparecer casi todos los billetes en circulación, comprendió que los pocos Deutsche mark en sus manos eran dinero de verdad. Cuatro días más tarde de ese domingo 20 de junio de 1948, Erhard llevó a la práctica la segunda fase de su reestructuración. Canceló el control de precios que había implantado Hitler para comprar material bélico a bajo coste.

Los artículos de consumo, entonces, reflejaron su valor real. Esa misma semana las tiendas abrieron repletas de todo aquello que había escaseado. Pero no solo se acabaron el racionamiento y el mercado negro. El acusado absentismo laboral que había dominado la posguerra cayó en picado, ya que los trabajadores se liberaron de hacer largas colas para la compra o de visitar granjas lejanas para conseguir lo más básico.

El tercer factor implementado por Erhard fue una remodelación fiscal que unificó el impuesto sobre la renta empresarial y minimizó el de los contribuyentes particulares. El grueso de los alemanes, con un salario medio de 2.400 marcos, pasaron de aportar un 85% de sus ingresos a apenas un 18%. Este trío de medidas fueron la plataforma del “milagro”.

La moneda fuerte detuvo la inflación y volvió a dar sentido a los salarios y créditos. La autorregulación de la oferta y la demanda fomentó la competencia que reactivó la productividad y el comercio. La reducción impositiva amplificó estos efectos sin por ello abandonar a su suerte a los sectores más débiles, debidamente protegidos por el Estado.

De pronto, ricos

Así, la industria creció como la espuma. Gracias a las reformas y a un firme consenso entre la patronal y los trabajadores –que contemplaba la búsqueda de la excelencia, generosos incentivos y prolongadas jornadas laborales–, hubo un apogeo de la química, la mecánica, el textil o la electrónica. La producción llegó a sextuplicar el nivel de la posguerra, en buena medida por el comercio.

El progreso redujo el desempleo a menos del 1% y el poder adquisitivo, generalizado, dinamizó el consumo interno. Sin embargo, el salto mercantil más espectacular se registró de fronteras afuera. La puesta en marcha del marco alemán había desencadenado el bloqueo de Berlín por parte de una irritada URSS, lo que supuso un puente aéreo para abastecer la parte occidental de la ciudad, amenazas nucleares de EE.UU. y, en fin, una Guerra Fría librada ya sin tapujos.

Aunque la tensión creciente entre los bloques capitalista y comunista terminó por dividir el país en dos estados, también benefició el comercio exterior de la mitad occidental, la nueva República Federal de Alemania (RFA). Dirigida por el canciller Adenauer, que hizo de Erhard su ministro de Economía, la RFA halló un filón comercial inesperado en la guerra de Corea a principios de los años cincuenta.

La demanda de productos impulsada por el conflicto duplicó las exportaciones germanas. Esta coyuntura coincidió con la política reconciliatoria de Adenauer. Promotor de la reintegración alemana en Occidente, el canciller cofundó la Comunidad Económica Europea, lo que sería la Unión Europea, y adhirió el estado a la OTAN. Con ello estimuló las transacciones con países ricos, lo que haría triplicar los ingresos exteriores de la RFA.

Los nuevos retos

La bonanza también se extendió al campo, un capítulo a veces olvidado del “milagro”. El medio rural se modernizó gracias a los avances tecnológicos de la industria nacional. Multiplicó su flotilla de tractores y mejoró las cosechas con fertilizantes de última generación. Las cosechas, así, se duplicaron, mientras también se ahorraba mano de obra.

Este desarrollo inusual en todas las áreas no tardó en arrojar cifras macroeconómicas de excepción. El producto interior bruto se triplicó en 1964 respecto al de 1948. Y la moneda aumentó su cotización a una media anual del 8% durante tres décadas. Menos de dos decenios después de la posguerra, Alemania occidental se había convertido en la primera potencia industrial del continente europeo y en la segunda economía del planeta. Un auténtico prodigio.

Gracias a los recursos obtenidos, se edificaron más viviendas de las necesarias tras la devastación bélica. Nació, asimismo, lo que dio en llamarse la sociedad de profesiones, donde los ciudadanos se identificaban con su elección laboral y la eficiencia, no ya con el totalitarismo racista y expansionista del Tercer Reich.

De ahí que en los años sesenta, en una segunda fase del “milagro”, se multiplicara por ocho la matriculación universitaria. La caracara de esta renovación fueron nuevos desafíos, especialmente visibles en los setenta. El progreso había atraído un millón de inmigrantes, primero de la Alemania oriental y Polonia, después turcos, italianos y españoles.

Estos trabajadores contribuyeron al despegue económico al ocuparse de las tareas menos cualificadas, pero algunos no se integraban bien. Otro frente problemático surgió del auge universitario. De allí emergió una izquierda radical dispuesta a la lucha armada contra el materialismo prooccidental de la RFA, caso del grupo terrorista Baader-Meinhof.

Sin embargo, el mayor obstáculo a superar en la antigua trizona aliada era un reto aún más complejo. Como consecuencia indirecta del “milagro”, ahí estaba el Muro de Berlín para recordar a todos los alemanes la división de su país por causa de la Guerra Fría.

Este artículo se publicó en el número 487 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].

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