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Así se vive la cuarentena en barrio Puerto Viejo de Paraná

El barrio no tiene veredas. El patio de las casas es la calle, donde los chicos vienen y y van, salen y entran, juegan en el asfalto -los que tienen- o van a comprar pan, caramelos y gaseosa a lo de la Tina. Los más grandes no juegan, pero también van y vienen, no se sabe bien a dónde. En Puerto Viejo es así, al concepto de aislarse cada quien lo toma a su manera. La mayoría pareciera  no haberse enterado de la pandemia causada por el Covid-19 y siguen con su vida normal: «Si te va a pasar, te va pasar», se excusa una vecina.

«Hola, por las dudas sigo vendiendo pizzas. Si querés, te llevo», avisa Fonseca del otro lado del teléfono, el hombre que, a veces caseras, otras no, reparte unas buenas mozzarellas. «Avisáme si necesitás, Silvia», le dice Claudio a su vecina, empuñando su cortadora de pasto a nafta. Tal vez está aburrido o, quizás, necesita plata para comprar pan.

Leo Mattioli, Mario Pereyra, Los Lirios y una infinidad de temas del repertorio de la cumbia santafesina y colombiana suenan a cualquier hora sobre calle Leopoldo Díaz. A veces, el trap o el rock logran colarse, aunque más bien se escuchan poco en esta zona que se refugia sobre la barranca pronunciada del Parque Nuevo.

Es cuanto menos curiosa la decisión de reproducir esas canciones en el horario en que un buen entrerriano intenta dormir la siesta. También es interesante la pasión por montar una especie de show emulando a un gran DJ. No importa que sea lunes, jueves o domingo, la música en Puerto Viejo logra escucharse hasta en las casas más alejadas.

Los cacerolazos en contra de la supuesta liberación de los presos o los aplausos en apoyo al personal de salud no retumban sobre avenida Estrada, ni sobre el río Paraná. Tampoco se estiran en el eco que provoca el abrazo de la barranca. Cuando cae la noche, en las paredes de las casas rebotan los pasos de una pareja que se dirige hacia el kiosco de la esquina, el de la Pachu, a comprar un porrón bien frío.  A veces, el golpe de una botella de cerveza con otra acompaña la queja de los sapos escondidos en los yuyos de la abandonada arenera Díaz e Hijos.

A altas horas de la noche ocurren charlas entre los vecinos, esos que se cruzan de vereda para compartir un trago. Pero esta secuencia no fue originada por la pandemia, es algo cotidiano en la vida en de calle Leopoldo Díaz.

«Acá la gente no se da cuenta, se vive normal, los pendejos entran y salen de cualquier casa, van y vienen motos», explica Pato. Él vive en un callejón, a cuatro cuadras de Leopoldo Díaz, sobre calle Nicaragua, entre el arroyo Antoñico y la bajada de Los Vascos. En ese brazo que comienza en adoquines y termina en la ex fábrica de cerámica Coceramic, hay unas 15 casas con numerosas familias que residen allí desde hace añares. Los policías casi nunca, o nunca, entran allí. Y el contexto cotidiano no se parece en nada al cumplimiento de la cuarentena. El control queda a cargo de cada familia.

Durante el tiempo de aislamiento estricto, el Peugeot blanco de Luca siguió escuchándose a las 5 de la mañana a pesar de que su oficio no estuviera dentro de los servicios exceptuados. Daniel continuó demostrando su habilidad para maniobrar su viejo e inmenso camión por entre los autos, aunque el rubro de la construcción privada se habilitó recién el lunes 4 de mayo. Él nunca pudo pausar su trabajo. Es que si no transporta los ladrillos ¿cómo alimenta a sus dos hijas? Luca, Daniel, y otras muchas familias, enfrentan a la crisis como pueden. Esta que azota a todos, pero en particular a los barrios donde la circulación interna no es tan controlada por el gobierno.

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