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El misterio que el Vaticano mantuvo en secreto durante más de 80 años

No fue una fecha elegida al azar por Juan Pablo II. Un 13 de mayo, aunque de 1981, el Papa estuvo a punto de morir en la plaza de San Pedro, alcanzado por los disparos del turco Ali Agca. Y en el 13 de mayo del año siguiente volvió a salvarse de otro ataque cuando acudió agradecido al santuario portugués de Nuestra Señora de Fátima a depositar como ofrenda la bala con que resultó gravemente herido. Porque también un 13 de mayo, de 1917, tres pastorcillos de Fátima dijeron por primera vez que se les había aparecido la Virgen en el tronco de una encina. Por eso a nadie extrañó que el Pontífice eligiera esa misma fecha para revelar el tercer secreto de Fátima, un misterio que el Vaticano había mantenido en secreto durante más de 80 años.

Revelación. Las dos visiones proféticas anteriores, dadas a conocer en 1942, se habían interpretado como una alusión al inicio de la Segunda Guerra Mundial y a la caída del comunismo en Rusia, pero solo los Papas conocían el contenido de la tercera.

Sor Lucía, la mayor de los pastorcillos y la única que aún vivía, había pedido que este tercer secreto no se hiciese público antes de 1960, a menos que ella falleciera, pues «para entonces sería más claramente entendido». Pero ni Juan XXIII, ni Pablo VI, ni Juan Pablo I… ni siquiera el mismo Juan Pablo II se había decidido a revelarlo durante años.

Hasta que el 13 de mayo del 2000, al finalizar la ceremonia de beatificación de Francisco y Jacinta Marto -los dos primos de sor Lucía fallecidos por la mal llamada gripe española de 1918-, el cardenal Angelo Sodano se dirigió al micrófono y, tras felicitar al Papa por su ochenta cumpleaños, afirmó que el agradecimiento del Pontífice a la Virgen de Fátima por su protección a lo largo del pontificado estaba relacionado con el tercer secreto escrito por sor Lucía.

Profecía. Esta tercera profecía, anotada en una sencilla hoja de papel doblada en cuatro partes y lacrada, hablaba de un «Obispo vestido de blanco» que «subía a una montaña empinada, en cuya cumbre había una gran cruz de maderos toscos», donde resultaba «muerto por un grupo de soldados que le disparaban varios tiros de arma de fuego y flecha».

Según remarcó el cardenal Sodano, ese texto era «una visión profética» que no describía con sentido fotográfico los detalles de los acontecimientos futuros, sino que sintetizaba y condensaba «sobre un mismo fondo hechos que se prolongan en el tiempo en una sucesión y con una duración no precisadas».

El «Obispo vestido de blanco» que rezaba por todos los fieles era el Papa, según la interpretación de los pastorcillos de Fátima. «También él, caminando con fatiga hacia la Cruz entre los cadáveres de los martirizados (obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y numerosos laicos), cae a tierra como muerto, bajo los disparos de arma de fuego», explicó el cardenal Sodano.

Ataque. Aquel día se celebraba en la plaza de San Pedro una multitudinaria audiencia. El Papa, desde su jeep blanco, saludaba y sonreía a la gente, que aplaudía a su paso. Como tantas otras veces, había cedido al impulso de realizar la señal de la cruz en la frente de una criatura y se estaba reincorporando al vehículo cuando se oyeron unos disparos. Joaquín Navarro Valls fue testigo de aquel dramático suceso que nunca hubiera querido contar. «La figura blanca se inclina hacia el lado izquierdo. Lleva la mano derecha hacia al abdomen. Suena otro disparo. La figura se inclina un poco más aún. Suena otro disparo. El Papa mira en su mano derecha la sangre que fluye», relató nuestro corresponsal, que tres años después se convertiría en el portavoz de la Santa Sede.

Peligro. Las balas alcanzaron al Santo Padre en el abdomen, la mano derecha y el brazo izquierdo. Cuarenta minutos más tarde entraba, consciente, en el quirófano de la Policlínica Gemelli, mientras en la plaza de San Pedro el clima «se hizo extraño, irreal. Los altavoces alternaban mensajes de esperanza con comunicaciones improbables. El momento peor vino poco antes de las 18,30, cuando se oyó que el Papa estaba en estado preagónico. La gente rezaba con una intensidad casi física», describió Navarro Valls. Pocos minutos después se desmentía aquella información, pero pasaron largas horas hasta que se supo que la vida del Pontífice no corría peligro.

Su agresor, el joven turco Mehmet Alí Agca, ni siquiera intentó huir. Fue inmovilizado por la Gendarmería vaticana en la misma plaza de San Pedro y entregado a la Policía italiana con gran esfuerzo porque la gente se abalanzaba sobre él. «¿Es este el autor del estúpido gesto?», «¿habrá manera algún día de penetrar en los motivos?», se preguntaba en aquella primera crónica Navarro Valls, señalando que «nada podrá nunca responder a ese ‘porqué’, a la vez la más común y la más difícil de las preguntas que se hizo el mundo».

Gracias. Un año después, ya recuperado de sus heridas, el Papa viajó por primera vez al santuario de Fátima para dar las gracias a la Virgen por haber sobrevivido y depositar en su corona, como ofrenda, una de las balas que tan gravemente le hirió. Juan Pablo II se dirigía al altar central de la basílica para bendecir a los fieles, una vez concluida la procesión de las velas, cuando un grupo de policías inmovilizó a un joven sacerdote español. Juan Fernández Krohn llevaba una bayoneta de 37 centímetros de longitud escondida, con la que se abalanzó para intentar apuñalar al Papa. «En un primer momento pensamos todos que se trataba de un fanático excesivamente fervoroso y el propio Papa contempló la escena con rostro más de curiosidad y asombro, que de temor o miedo», escribió el sacerdote José Luis Martín Descalzo, enviado especial de ABC en aquella visita papal.

Aunque aquel día se pensó que Juan Pablo II apenas se había enterado de lo ocurrido, pues continuó su viaje con aparente normalidad, el cardenal Stanislaw Dziwisz, que fue su secretario y su asesor más cercano durante casi 40 años, reveló en 2008 que cuando le llevaron de vuelta a su habitación «había sangre». De nuevo se había salvado. Y de nuevo, un 13 de mayo.

Fuente: diario ABC

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